viernes, 3 de julio de 2009

Ahora sí que escribo

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Ahora sí que escribo, así me dije durante una semana, y no lo hice, razones hay para regalar.

Pero ahora si que escribo, me siento a esta, la hora de almuerzo, en el restorante de mala muerte que tanto me gusta, y es que “El Gulianno”, tiene ese toque de remembranzas que tanto me han comentado aquellos que vivieron otras épocas, muy distintas a esta por cierto.

El olor de la lavaza caliente con el que se desmugran los manteles de este lugar, me apapacha en la calidez de la atención amable y casi hogareña que tienen las garzonas de este lugar, ellas, que suelen usar falda negra, camisa blanca, pelo semitomado, y frondozo (es extraño, pero casi todas son crespas, de cabelleras no tan bien cuidadas), se acercan con una libreta de papeles amarillos, y preguntan: “hola mija, ¿qué quiere comer hoy?”, ese mija me provoca alegría y me hace sentir acogida. Así, hago mi pedido, me demoro claro, porque la comida casera no es de mi gusto, finalmente, terminan haciendo un plato especial con un “poquito de aquí y de allá”.

Mientras espero, en la esquina izquierda del local, hay un televisor empolvado, siempre está encendido, y sólo aquellos que van (vamos) solos, la miran, siempre me siento lejos, por lo tanto nunca puedo oír que se está transmitiendo, así es que es mejor mirar hacia el costado, siempre hay una historia mejor.
Así fue, a mi lado, en la mesa siguiente (casi pegada), había un hombre de unos 70 años, pelo cano, vestía jeans, zapatos gastados y sucios, una camisa de cuadros azules, y un lápiz bic en el bolsillo de esta, además, un cigarro corriente en su oreja izquierda, no pude dejar de ver a ese señor, porque tiene el mal hábito (creo yo… ) de sorbetear la sopa, ese sonido me llevó a mirarlo más de una vez, buscando tal vez amedrentarlo, cosa que no pasó.

Terminó su sopa, y continuó con el plato de fondo, él pidió puré con pollo al jugo, cuando llegó su plato (antes que el mio), lo miró con tal deseo, que incluso, sentí ganas de cambiar mi orden, pero no lo hice. Comenzó a aliñar su ensalada, y al decir verdad, tenía poca practica en ello, apretó mal el limón, le hincó un tenedor y fue peor, el jugo fue a dar a cualquier lugar menos en su ensalada, eso, de algún modo lo avergonzó, me miró, sonrió, y, notoriamente sonrojado, bajó su mirada, le sonreí, son cosas que pasan….

Llegó mi plato, el cual no tiene nombre porque es un poco de todo, le diremos misceláneo de verduras…, y comencé el ritual del limón, noté que me miraban, y de reojo alcanzo la mirada del señor de mi lado, volvió a sonreír, y no aguantó la risa, dijo: “así era como se tomaba el limón pue”, sonreí también…
Opté por tomar mi plato, y en un acto de “patudez” absoluta, le pregunté si podía acompañarlo, sorprendido aceptó. Enfrente los dos, me pregunta: ¿por qué una señorita como usted, se sienta con un viejo como yo?, no era difícil la respuesta, esta señorita estaba tan sola como ese viejo, y comer en compañía siempre será mejor.

Miró mi plato con un gesto de profunda duda, ante eso le comenté que ese plato reflejaba en parte mi vida, tiene un poco de todo, varios colores, y todo sirve, se sonrió, miró su plato, pero no le encontró ni interpretación, ni parecido a su vida, para explicarlo me contó un poco de su historia, de su reciente tristeza, la partida de su mujer, y su despido del trabajo.

Don Ariel, así se llama, poco a poco, entre cucharadas, contaba partes de su vida, hubo una época en la que fue feliz, durante el relato sus ojos increíblemente se llenaron de esos días, juntos recorrimos algunas calles viejas de Santiago, me preguntaba si conocía lugares, y se retractaba diciendo “no, no creo, eres muy guagua”…

Alicia era el nombre de su mujer, y digo era, porque ella murió hace dos años, según Ariel, el golpe más fuerte que le ha tocado vivir. Me sorprendió lo que una imagen puede hacer, si no me hubiera sentado en su mesa, jamás habría imaginado que ese hombre de descuidado aspecto, podía definir en palabras tan sublimes, el amor.

“La Alicia, fue mi todo, y lo sigue siendo, la conocí con un vestido blanco, allá en la kermese de donde vivíamos, ese día llevaba una flor roja en el pelo, se veía tan bonita, allí supe… mija, que esa sería mi mujer, no le niego que me costó tenerla conmigo, pero nos casamos, y fui muy feliz, incluso ahora que la estoy recordando, me siento tan feliz, la amo”. No puedo explicar aquí y en letras lo que esa declaración provocó, no sólo en mi, si no en Don Ariel, es como si al recordar a su mujer, las arrugas hubieran desaparecido, y su expresión cansada de pronto ya no existiera.

Volvió a nuestra realidad, tras el sonido de vasos que un garzón quebró, se dio vuelta a mirar, y vimos todo esparramado, allí me miró nuevamente y me pregunta: ¿y usted hija, qué hace?, relaté en breve lo que hacía, me sonrió, sacó un papel, tomó su lápiz bic del bolsillo de la camisa, y me pidió que le escribiera algunas palabras, me descolocó, puesto que no sabía qué escribir. Ponga lo que quiera, incluso dibuje si quiere, pero no olvide poner su firma, le contaré a todos que me senté a comer con una periodista, ni me van a creer, pero igual lo diré.

Esas últimas frases me hicieron recordar a “The Big Fish”, al protagonista que nadie le creía lo que contaba, pero que tras las fantasías decía su verdad. Entonces le escribí, en un papel arrugado, que era blanco, pero tenía varias marcas de aceite, allí puse: “ Estimado Don Ariel, agradezco este almuerzo desde el alma, mi plato no habría tenido el sabor que tuvo, si no hubiera contado con su compañía, agradezco también su historia, su amor, su mirada triste y feliz. Espero que en el camino por andar, siga encontrando felicidad, su amada Alicia, sigue aquí, pude verla en sus ojos, en el brillo de sus canas, en el surco de vida que dibuja el entorno de su mirada, en sus toscas manos, en los labios rebeldes que se niegan a olvidarla”.

Pedimos la cuenta, me dio la mano, y agradeció que me acercara, incluso me regaló un calendario, con toda la humildad del mundo buscó qué regalarme, lo agradecí, sin embargo, su compañía resultó un gran premio, para una tarde que se visaba extraña, incluso de no escribir, pero hoy si que escribo.
 

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